La Palabra de Dios enseña que toda celebración que realiza el hijo de Dios debe estar dirigida al Todopoderoso

El carnaval es una fiesta pagana que se celebra en el mes de febrero, con particularidades propias de cada país. Se realiza antes de la cuaresma cristiana católica (miércoles de ceniza). 

Estas fiestas se caracterizan por el libertinaje, permisividad y descontrol tanto en la comida, bebida y vestimenta. Los cantos y danzas exaltan al hombre, al sexo, al pecado y a la libertad para realizar cualquier acto con el fin de aumentar el placer carnal.

En su forma original, ésta era una fiesta con sentido más religioso y de sano esparcimiento, pero con el correr del tiempo se fue distorsionando hasta llegar a su forma actual.

El origen de esta fiesta se remonta a Sumeria y Egipto, hace 5.000 años. Fue transmitida a otras culturas a lo largo del tiempo, luego al Imperio Romano y desde allí a toda Europa. Los navegantes españoles y portugueses de finales del siglo XV llevaron la costumbre a América.

Aunque la Iglesia no lo admite como celebración de tono religioso, el carnaval está asociado con los países de tradición católica, y en menor medida con los cristianos ortodoxos orientales; las culturas protestantes tienen tradiciones modificadas.

El término carnaval deriva del latín vulgar carnem-levare, que significa “abandonar la carne”. Otra etimología que se maneja deriva de la palabra latina carne-vale, que significa “adiós a la carne”. Este término tiene relación con la cuaresma católica, la cual prescribía que el pueblo debía abandonar todo placer de la carne antes de entrar en esta celebración religiosa. 

¿Qué dice la Palabra de Dios respecto a estas fiestas? 

¿Debe el hijo de Dios participar de estos festejos? ¿Debemos condenar a los que se involucran activamente en estas celebraciones? 

La Palabra de Dios enseña que toda celebración que realiza el hijo de Dios debe estar dirigida al Todopoderoso, al creador de los cielos y la tierra, al Padre de las luces. Dios mandó a Moisés a quitar a su pueblo de Egipto para que le adorase en el desierto (Éxodo 5:1). 

Dios instituyó celebraciones y fiestas para que el pueblo de Israel se alegre delante de la presencia de su creador. El libro de Levítico es un manual de adoración entregado por Dios a Moisés para determinar las normas y formas de adorar al creador. El pueblo de Israel tenía la forma y razón de cómo Dios quería que sus hijos lo adorasen.

Durante su ministerio terrenal, Jesús participó de diversas fiestas, tanto las establecidas por Dios como las establecidas por el pueblo judío. Jesús fue parte de la celebración de la Pascua, la fiesta de los tabernáculos, la fiesta de los panes sin levadura, como así también del festejo de una boda. En todas estas celebraciones, Dios era el motivo principal de la alegría de los concurrentes.

El apóstol Pablo enseña en Gálatas 5:16-17 que el hijo de Dios debe andar en el Espíritu y no debe satisfacer los deseos de la carne, porque, “el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis”. El deseo de la carne debe morir para que la vida en el Espíritu sea el estilo de vida del hijo de Dios.

La Palabra de Dios también señala cuáles son los resultados de una vida centrada en los deseos carnales: “adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas”. Estas son acciones que comúnmente se practica en las fiestas carnestolendas.

Sin embargo, los que viven bajo la unción del Espíritu y son de Cristo crucifican la carne con sus pasiones y deseos, y viven por el Espíritu. 

El gozo, la alegría, la satisfacción, la prosperidad, la plenitud de vida se manifiesta activamente cuando el Espíritu vive en el hijo de Dios y éste permite que el Espíritu haga su obra completa.

“Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17).

 

Por el Pr. Gustavo Salazar

 

Gentileza REVISTA SOMOS UNO